El horror del régimen de los jemeres rojos se palpa en el parque de las calaveras de las afueras de Phnom Penh, donde existe un paseo entre fosas comunes para rememorar el terrible pasado de Camboya.
Este paraje, en el que durante muchos años estuvieron esparcidos por el suelo los restos óseos y retazos de las ropas que vistieron miles de víctimas de las matanzas del Jemer Rojo, ha cambiado por completo de aspecto con el paso del tiempo. Los soldados que se resguardaban de la lluvia o los rayos del sol bajo la copa de un árbol y pedían una propina al visitante han sido sustituidos por una taquilla que cobra entrada y allí donde crecían los matorrales se han plantado setos y jardines. El cable de alta tensión con que el que el Jemer Rojo electrocutaba a la gente fue retirado hace ya tiempo de Choeung Ek, un bucólico rincón hasta que en 1988 comenzó su proceso de transformación con la construcción de una estupa y otros edificios funerarios budistas diseñados para guardar los restos humanos.
Hoy, los chiringuitos de refrescos y golosinas, puestos de venta de recuerdos y un museo en el que se documenta el genocidio, completan la oferta de huesos y fosas por los que, según el director de Choeung Ek, Chour Sokty, pasan cada día una media de 300 turistas y unos puñados de camboyanos, sobre todo estudiantes.
Los carteles guían al visitante por el itinerario que hacían las víctimas desde que descendían del camión hasta que arrodillados al lado de la fosa recibían un golpe mortal, eran electrocutados o degollados.
En una de las fosas de entre el total de 129 de las que en su día se inhumaron los restos de 8.985 cadáveres, varias gallinas picotean la tierra y en otra situada a unos pocos metros de distancia, un letrero informa de que ese lugar "se encontraron un centenar de cuerpos decapitados"
Pero también cuelgan carteles que piden precaución al visitante para evitar que pise los trozos de hueso o dientes que a veces salen a la superficie cuando cae un fuerte aguacero, y ruega que en caso de hallazgo se avise a los responsables del centro. El recorrido por el parque termina en la estupa, un monumento budista de 62 metros de altura con 17 estanterías abarrotadas de calaveras y huesos, así como retazos de ropa, todo ello colocado de manera minuciosa.
"Ha sido mi primera visita. Ver esto encoge el corazón", dice Kosal, un estudiante camboyano de 21 años habituado a escuchar los relatos de su abuela sobre las atrocidades cometidas por el Jemer Rojo mientras rigió Camboya, desde abril de 1975 a enero de 1979.
El taquillero del conjunto recita de memoria que se trata de un sitio dedicado a "honrar a las víctimas, recordar lo sucedido y educar a las nuevas generaciones", cuando se le pregunta por la razón de la exhibición de restos humanos. Ante del aumento de los visitantes, la dirección de parque de Choeung Ek planea hacer obras para remozar el conjunto y añadir algunos atractivos.
"Queremos embellecer la estupa y que se conserve para siempre", dice Chour Sokty. Los campos de exterminio y la antigua escuela de Tuol Sleng, en la que fueron torturadas cerca de 14.000 personas, siempre forman parte de la oferta turística de capital camboyana.
"¿Hoy a Tuol Sleng o a los campos de la muerte?", es la propuesta típica que hacen los persistentes guías y conductores de "moto taxi" que desde primeras horas de la mañana aguardan clientes ante las puertas de los mayores hoteles de Phnom Penh.
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