En una campaña en la que no ha ahorrado esfuerzos ni escurrido el bulto en ningún momento, Barack Obama ha hecho dos confesiones que definen su pensamiento y justifican parcialmente su derrota. Una fue durante su participación en el programa de Jon Stewart: "Hemos conseguido cosas que la gente ni siquiera conoce". Otra, en una entrevista con The New York Times: "Probablemente hay un orgullo perverso en mi Administración -y yo asumo la responsabilidad por ello- de que íbamos a hacer lo que había que hacer aunque fuese impopular a corto plazo". Ambas declaraciones son, posiblemente, las palabras de un honesto gestor, pero también de un mal político.
La lluvia de dinero derramada por Karl Rove para desvirtuar los logros de esta presidencia es una de las explicaciones de los resultados de anoche. La persistencia de un índice de paro cercano al 10% durante todo el último año es otra razón, aún más poderosa. Pero unas elecciones recogen un estado de ánimo general sobre el trabajo de un Gobierno, y es imposible comprender lo ocurrido sin buscar las culpas del propio presidente.
Obama llegó al poder aupado por una ola de entusiasmo popular como no se recuerda en la historia americana. De la noche a la mañana, un desconocido político de Chicago se había convertido en presidente de Estados Unidos, premio Nobel de la Paz y mito internacional. Ese fenómeno insólito marcó su carácter y su gestión. Obama se sintió capaz de todo: de abordar la reforma sanitaria en la que todos habían naufragado, de cortar las ambiciones de Wall Street, de abrir un ciclo progresista tan largo como el que Ronald Reagan inauguró para los conservadores.
Cuando surgieron los primeros síntomas de que el cambio no fluía, de que la reforma sanitaria se topaba con miles de obstáculos y que la situación económica exigía otras medidas, Obama, convertido ya en una estrella rutilante, persistió, con desproporcionada confianza en sí mismo, con la seguridad de que el público acabaría entendiendo y rindiéndose ante la verdad. ¡Qué templanza, qué serenidad!, se decía cuando Obama ofrecía su sonrisa ante las adversidades.
Pero esa sonrisa se fue haciendo algo forzada, algo irritante. Mientras se extendían los desahucios de viviendas y cerraban factorías, la sonrisa de Obama dejaba de ser la de un líder seguro y empezaba a ser la de un político indiferente, la de un hombre arrogante.
La arrogancia de Obama ha sido motivo de crítica, muchas veces injusta, de parte de la derecha. El Tea Party ha explotado el intelectualismo de Obama -educado en Harvard- y de su Administración -repleta de títulos de Ivy League- como una prueba de su separación respecto al país real, a la América profunda. El rechazo al intelectualismo es un fenómeno viejo en la sociedad norteamericana sobre el que ya teorizó Richard Hofstadter en un magnífico ensayo en 1963.
Pero, en el caso de Obama, esa crítica reposa sobre un sustrato cierto. El intelectualismo de Obama es, obviamente, una garantía de su solvencia, pero también es motivo de una actitud excesivamente contemplativa ante los acontecimientos. Su arrogancia no es el fruto de una cuna privilegiada sino el producto de un éxito prematuro.
Esa personalidad se refleja en su política. Quizá el momento elegido no era el mejor para la reforma sanitaria, quizá debió corregir sobre la marcha, quizá tuvo que atender los primeros síntomas de malestar entre los ciudadanos.
Son muchos quizás, efectivamente. Es fácil juzgar los acontecimientos a posteriori. Pero lo que distingue a los gigantes políticos es su capacidad de acertar en las decisiones inmediatas. Obviamente, Obama no ha acertado. Pueden parecer magníficos algunos de sus logros y extraordinariamente nobles sus motivos. Pero una mayoría de los norteamericanos no lo cree y, en una democracia, es obligación de un presidente respetar la opinión de sus electores. En una democracia hay gobernantes, no grandes timoneles ni guías morales.
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