Mohamed Bouazizi soñaba con comprarse una camioneta y ampliar el negocio, pero nunca con convertirse en un héroe nacional. Él era, simplemente, un vendedor de fruta. Desde muy pequeño, su vida había sido esa: comprar fruta y verduras y arrastrarlas en un carrito hasta la plaza principal de Sidi Bouzid, una ciudad perdida en el mapa de Túnez. El destino le escogió, sin embargo, y el 17 de diciembre, desesperado, frustrado, sin horizontes, se echó encima un bidón de gasolina y se prendió fuego. Así empezó todo. Así estalló la revuelta popular que ha derribado la dictadura de Zine el Abidine Ben Ali y ha cambiado de golpe el mapa político de Túnez, en menos de un mes trepidante de movilizaciones y acontecimientos. Y quién sabe si también el porvenir de algún otro país. No ha sido sin costes. Mohamed Bouazizi murió abrasado en el hospital de Sfax, el 4 de enero, y su familia todavía no ha recibido una ayuda especial, solo el consuelo de ver que su muerte no ha sido en vano. Mohamed vivía en el barrio de Hainur, donde todavía se ven casas de adobe y el asfaltado se difumina poco a poco entre descampados repletos de bolsas de basura. La casa de Mohamed, que perdió a su padre a los tres años, es de una planta, con tres pequeñas habitaciones, baño y cocina. Y en ella viven ocho personas. Con él eran nueve.
"Era una persona muy tranquila y sonriente a la que le gustaba ser vendedor. Se dedicaba a ello desde los 10 años para dar de comer a la familia. Estudiaba y trabajaba al mismo tiempo, pero nunca terminó el bachillerato. Aportaba dinero para que su hermana Leila pudiera estudiar en la universidad, en Monastir. Nadie más tiene empleo en la familia. Por la noche compraba la mercancía que vendía al día siguiente. Algunas jornadas ganaba 10 o 15 dinares [ocho euros]. A menudo, menos", relata Samia, hermanastra de 19 años.
La familia Bouazizi, tan pobre como rica en buenos modales, no tiene ni para invitar a un té. Mohamed, que dejó una deuda de 150 euros, el dinero que empleó en adquirir la última mercancía, tenía dos hermanos -Salem, de 30 años, y Leila, de 24- y cuatro hermanastros. Su madre, Manubia, de 55 años, tuvo cuatro hijos más con Ammar: Samia, de 19; Basma, de 16; Karim, de 14, y el pequeño Ziad, de 8 años. Todos comparten la vivienda.
Mohamed había abandonado el colegio a los 19 años y solicitó su ingreso en el Ejército, pero fue rechazado. Muchas veces los policías le robaban el género. Otras lo desparramaban por el suelo y tenía que salir corriendo. Nada extraño en el Túnez rural, habituado a la rampante corrupción policial, a la exigencia de mordidas, al abuso de poder, a la prepotencia de los agentes y al miedo que causaban entre los 40.000 vecinos de la ciudad. Un día de Ramadán, el pasado verano, le tiraron una vez más el carrito y sufrió una crisis nerviosa. Hubo que llevarle al hospital. "Yo nunca sospeché que esto podía ocurrir", cuenta Samia. Mohamed siempre sonreía. Parecía feliz.
"A las 8.30 del 17 de diciembre salió de casa. Como siempre. La policía le pidió dinero para permitirle que siguiera vendiendo, pero él se negó a dárselo, como todos los días. Le intentaron arrebatar la balanza. Y Feida, una funcionaria municipal, le dio una bofetada", relata esta estudiante, alta como todas sus hermanas, subrayando el nombre de esa mujer. Un hecho, el tortazo, que no puede ser desdeñado, porque en las conservadoras sociedades árabes, ser humillado por una mujer supone una terrible ofensa para un hombre. "Dos policías le golpearon las piernas", continúa Samia. "Nadie le ayudó. Feida insultó al padrastro de Mohamed cuando este fue a recuperar su mercancía al Ayuntamiento, y se volvió a encontrar con la funcionaria, que le cerró la puerta. Mohamed dijo que iba a quejarse al Palacio de Gobierno, y la mujer se burló de él. ¿Quien iba a hacer caso a un don nadie. Salió del edificio, compró un bidón de gasolina de cinco litros y se quemó vivo delante de dos policías. Creo que llegó a pensar que no tenía ninguna esperanza".
"Era una persona muy tranquila y sonriente a la que le gustaba ser vendedor. Se dedicaba a ello desde los 10 años para dar de comer a la familia. Estudiaba y trabajaba al mismo tiempo, pero nunca terminó el bachillerato. Aportaba dinero para que su hermana Leila pudiera estudiar en la universidad, en Monastir. Nadie más tiene empleo en la familia. Por la noche compraba la mercancía que vendía al día siguiente. Algunas jornadas ganaba 10 o 15 dinares [ocho euros]. A menudo, menos", relata Samia, hermanastra de 19 años.
La familia Bouazizi, tan pobre como rica en buenos modales, no tiene ni para invitar a un té. Mohamed, que dejó una deuda de 150 euros, el dinero que empleó en adquirir la última mercancía, tenía dos hermanos -Salem, de 30 años, y Leila, de 24- y cuatro hermanastros. Su madre, Manubia, de 55 años, tuvo cuatro hijos más con Ammar: Samia, de 19; Basma, de 16; Karim, de 14, y el pequeño Ziad, de 8 años. Todos comparten la vivienda.
Mohamed había abandonado el colegio a los 19 años y solicitó su ingreso en el Ejército, pero fue rechazado. Muchas veces los policías le robaban el género. Otras lo desparramaban por el suelo y tenía que salir corriendo. Nada extraño en el Túnez rural, habituado a la rampante corrupción policial, a la exigencia de mordidas, al abuso de poder, a la prepotencia de los agentes y al miedo que causaban entre los 40.000 vecinos de la ciudad. Un día de Ramadán, el pasado verano, le tiraron una vez más el carrito y sufrió una crisis nerviosa. Hubo que llevarle al hospital. "Yo nunca sospeché que esto podía ocurrir", cuenta Samia. Mohamed siempre sonreía. Parecía feliz.
"A las 8.30 del 17 de diciembre salió de casa. Como siempre. La policía le pidió dinero para permitirle que siguiera vendiendo, pero él se negó a dárselo, como todos los días. Le intentaron arrebatar la balanza. Y Feida, una funcionaria municipal, le dio una bofetada", relata esta estudiante, alta como todas sus hermanas, subrayando el nombre de esa mujer. Un hecho, el tortazo, que no puede ser desdeñado, porque en las conservadoras sociedades árabes, ser humillado por una mujer supone una terrible ofensa para un hombre. "Dos policías le golpearon las piernas", continúa Samia. "Nadie le ayudó. Feida insultó al padrastro de Mohamed cuando este fue a recuperar su mercancía al Ayuntamiento, y se volvió a encontrar con la funcionaria, que le cerró la puerta. Mohamed dijo que iba a quejarse al Palacio de Gobierno, y la mujer se burló de él. ¿Quien iba a hacer caso a un don nadie. Salió del edificio, compró un bidón de gasolina de cinco litros y se quemó vivo delante de dos policías. Creo que llegó a pensar que no tenía ninguna esperanza".
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